Un nuevo doble homicidio en la zona rural de Pivijay volvió a exponer la grave crisis institucional que vive este municipio del Magdalena, donde los familiares de las víctimas deben asumir tareas forenses por la inacción de la Policía, la Sijín y el CTI de la Fiscalía.
En la primera semana de agosto, aproximadamente el día 3, la vereda Canoas fue escenario de un hecho que evidenció una vez más el abandono estatal. Dos comerciantes identificados como Jaider Ospino y Jaider Mendoza fueron asesinados a bala por hombres armados que los interceptaron cuando regresaban de una reunión.
Lo que siguió no fue un operativo judicial, sino el silencio absoluto de las autoridades, que nunca llegaron a realizar el levantamiento de los cuerpos. Los familiares, ante la impotencia, recogieron los cadáveres por sus propios medios, envolviéndolos y transportándolos en motocicletas hasta su lugar de origen, en el municipio de Plato. La escena, cargada de dolor e indignación, se ha vuelto común en las zonas rurales de Pivijay.
Antecedentes que se repiten
Este no es un hecho aislado. Apenas semanas atrás, en la misma jurisdicción, un padre tuvo que cargar el cuerpo de su hijo asesinado y llevarlo en moto hasta su casa ante la ausencia de autoridades judiciales. En ese momento, la indignación de la comunidad quedó reflejada en palabras que hoy vuelven a resonar: “Nos cansamos de esperar. Aquí ya uno no puede ni morir en paz porque nadie viene”, dijo un familiar entre lágrimas.
Organizaciones de derechos humanos denunciaron entonces que en Pivijay se habían registrado 22 homicidios en lo que iba del año, y que en al menos tres casos “ni siquiera hubo levantamiento judicial; los enterraron sus familiares”, según la defensora Norma Vera Salazar. Aquella advertencia, ignorada por las autoridades, se ha convertido en un eco doloroso que acompaña este nuevo crimen.
Una rutina de violencia y soledad
La reiteración de estos episodios ha normalizado una práctica que no debería existir: que sean los propios dolientes quienes asuman el traslado de los cuerpos. Habitantes denuncian que en muchas zonas del Magdalena, especialmente en las veredas de Pivijay, grupos armados ilegales imponen su ley, restringen la movilidad y extorsionan a comerciantes y campesinos sin que haya una respuesta efectiva del Estado.
La desprotección no se limita al momento posterior al crimen. Sin inspección técnica ni necropsia, no solo se vulnera la dignidad de las víctimas, sino que se alimenta la impunidad. “La violencia está desbordada y el Estado brilla por su ausencia. ¿Hasta cuándo vamos a vivir así?”, cuestionó un líder comunal tras el anterior caso, en palabras que hoy vuelven a tener vigencia.
El miedo como ley
En Canoas, donde ocurrieron los últimos asesinatos, los pobladores aseguran que la presencia de actores armados es constante y que las autoridades rara vez patrullan. El temor a represalias ha generado un silencio forzado: pocos se atreven a denunciar o a entregar información sobre los responsables de los crímenes.
La ausencia de las instituciones también ha erosionado la confianza ciudadana. Cada vez que un hecho violento ocurre y las autoridades no aparecen, se refuerza la percepción de que la justicia en Pivijay es un asunto privado, donde las familias deben resolver solas el destino de sus muertos.
Silencio oficial y exigencia ciudadana
Hasta el momento, ni la Alcaldía de Pivijay ni la Gobernación del Magdalena han emitido pronunciamientos claros sobre este último caso, más allá de vagas solicitudes de mayor presencia militar. Tampoco la Fiscalía ha explicado por qué sus funcionarios no acudieron a la escena del crimen.
Líderes comunitarios reclaman acciones inmediatas, no solo para esclarecer los homicidios, sino para garantizar que no se repita la dolorosa práctica de que sean los propios dolientes quienes tengan que cargar con los cuerpos. “No es digno, no es justo y no es legal”, insisten.
Una herida que no cierra
En Pivijay, el dolor no termina con la muerte. La falta de respuesta oficial prolonga el sufrimiento y convierte cada asesinato en una doble tragedia: la de la pérdida y la del abandono. Mientras las autoridades guardan silencio, las familias siguen enfrentando solas la violencia y el olvido, en un territorio donde la vida parece depender más de la voluntad de los armados que de la protección del Estado.
En Canoas, las motos que transportaron a Jaider y Jaider se convirtieron en el símbolo de una comunidad que, a falta de justicia, se aferra a la dignidad de enterrar a sus muertos. Un acto de amor en medio de la desidia.